viernes, 18 de julio de 2008

XX FIESTA LA BIZNAGA

XX FIESTA LA BIZNAGA

De nuevo la historia de la Fiesta, al igual que la Entidad, repite Presidente, pues el día 4 de Febrero de 1994, Manuel Gallego Pérez, en la Asamblea General Ordinaria llevada a cabo en la fecha señalada, en el punto establecido para la elección de Presidente sin que haya candidatura distinta que se oponga, sale elegido por mayoría absoluta.

Manolo Gallego trabajador incansable y queriendo recuperar el tono de la Fiesta, de nuevo dirige sus esfuerzos a tratar de conseguir La Finca La Cónsula. Después de cursar visita al Concejal de Distrito num. 8 de Churriana, cargo que en aquel momento ostentaba D. Antonio Baldomero Álvarez Fernández, que de nuevo otorga su visto bueno para desarrollar el evento en los jardines de la Finca.
Ya con lo conseguido, ¡ volver a la Finca La Cónsula !, el Acto vuelve al lugar de donde nunca debió salir. Tal es la ilusión del Concejal de recoger de nuevo el evento, que él aporta la idea de cambiar la configuración del marco, pues, en lugar del escenario dar la cara al edificio, lo haría a los jardines, con la colocación de mesas y sillas en el césped, hecho este que dio una nueva dimensión al acto.
La Fiesta, debido en parte a su itinerante devenir por distinto lugares de Málaga, se encuentra en un momento duro, pues la asistencia al acto no es muy numerosa y Manuel Gallego con buen criterio, reune a los ex presidentes para tratar de dar solución a esta falta de asistencia.
Después de aportar cada uno varias ideas a mi se me ocurrió asignar a cada socio una cuota especial de 2.000.- Ptas. y, a su vez, entregarle dos localidades para asistir al acto, de ésta forma se tenía asegurada la venta de un numero determinado de localidades, hecho éste que se llevó a cabo dando de nuevo un gran impulso al acto, recuperando el calor popular.
Reservada la fecha del día 2 de Julio del año en curso para las 22.00 horas en La Cónsula, la Junta se dedica aparte de las actividades ordinarias a configurar el programa del evento.

CARTEL DE EUGENIO CHICANO

El Presidente, que ya por estas fechas ha conseguido acercar su amistad a Eugenio Chicano, le implica de nuevo en el cartel, a lo que muy gustoso accede el pintor. Llevada a cabo la creación del cartel se presenta en la Peña en un acto entre socios y simpatizantes.
Para el momento del Pregón se le brinda el honor a D. Antonio Parra, escritor y poeta, que agradece su nombramiento complacientemente.
Para el momento folklórico la Fiesta cuenta con el grupo de verdiales Renacer, de Encarnita Perraut para aperturar el acto por verdiales, grupo en el que actuaba su hijo Jesús Burgos. A continuación Rafael Inglada proceda a la presentación del Sr. Parra, que terminada su alocución del Pregón recibe de manos del Presidente la Biznaga de Plata que simboliza nuestra Entidad.
Encarnita Perraut recibe ramo de flores una vez terminados sus bailes por verdiales.

En la foto podemos ver al presentador Manuel Rodriguez Pastor fallecido poco después en plena juventud.Manolo Gallego continua suprimiendo la elección de la Reina en la Fiesta.

A continuación M. Gallego de nuevo entregó su confianza a Esther Sánchez artista novel de Málaga, que ya en la edición de 1990 alcanzara un gran éxito artístico. Nuevamente Esther sale airosa del acto consiguiendo otro excelente éxito. Anterior a esta actuación se contó con el Grupo Folklórico Renacer dirigido por Encarnita Perraut. Para terminar en el fin de Fiesta se contó con la orquesta de Nerja Al-alba, que mantuvieron el ambiente festivo hasta muy avanzada la noche.
Este año, el acto ha sido dirigido por un antiguo conocido y amigo profesional del Barrio de Capuchinos que desarrollaba su profesión cono presentador de P.T.V. Televisión, el era Manuel Rodríguez Pastor.
Pasado poco tiempo y dada su juventud, su pérdida supuso una gran conmoción en la sociedad malagueña por su valía personal y profesional.

PREGÓN
XX FIESTA LA BIZNAGA

Por: Antonio Parra
Poeta


La vida puede ser un páramo desolado y árido, si no es tocada por el agua de la amistad. Lo habrán comprendido ustedes escuchando las cariñosas palabras de Rafael Inglada. Son dictadas por ese magnífico sentimiento que olvida defectos y mezquindades, y solo conserva el recuerdo de lo demasiado poco que solemos conceder a los verdaderos amigos. Él lo es en demasía y sabe, bien lo sabe, que con mi amistad fraterna lo repago.

Quiero pagar también ahora vuestra amistad y vuestra confianza al concederme el don de la palabra, para que un año más, una mágica noche más, resuenen aquí el perfume, el color y la gracia de esa imaginaria flor que tanto nos une a todos: la biznaga.

Hay un poeta que afirma que somos como una gota de rocío que el sol, al levantarse, acaba. Pero cada ser, por mínimo que sea, es importante, porque sin él, la Naturaleza no sería como es, ni tampoco estaría completa. Y así es por lo tanto también para una diminuta flor, de existencia efímera y estremecedora: el jazmín. Más también por ella, su popularidad es esencial y con ninguna otra puede confundirse: más, cuanto más breve. Y por ello volverá el jazmín, como la
vida, a abrirse y sacudirse la gota de rocío cual si fuera una paloma Brotará su aroma de esa herida de agua y amanecerá su flor blanca, bellísima y delicada como siempre, y tendrá inevitablemente su historia. Y esa historia consecuente de su consagración: la biznaga. Y en ella estará .la crónica de todo sentimiento. El del amor, que no se mide por palabras ni por gestos ni por años, ni tan siquiera por vidas. Que está ahí, llenando el mundo, alumbrándonos como una fuerza indispensable, maravillosa y, a veces, devastadora. El del dolor, que nos humilla, que nos amedra, que nos hace perder el júbilo de acariciar unas manos y el gozo de mirar a una mañana, temerosos de no tener a nadie con quién compartirla. El de la alegría, el de la dicha de estar sencillamente vivos, alborotados por una mirada, por una carta en la que alguien paseará nuestro nombre entre líneas blancas del papel, haciendo que lo aprendan y lo repitan. El de la vida misma, en una palabra. Y esa vida, la de esa breve y perfumadísima flor es la que traigo para ustedes esta noche.

Tal vez una deformación profesional, haya sido lo que me ha hecho buscar es la pintura, en las viejas estampas grabadas, en los frescos y los manuscritos estas historia, recogidas para componer una biznaga de jazmines en el tiempo.

Llueve a cántaros desde siempre, sin interrupciones ni cambios. Ni menos si una colina se deshace o un bosque se pierde en el agua que crece, cambia algo en el ritmo de la lluvia. Solo los días y las estaciones giran tocando la luz y esta es la única señal de que el tiempo aún existe.
Una señal que a veces desaparece cada vez que la lluvia se transforma y comienza a llover alquitrán o madreperlas. Entonces se entornan los ojos de quienes están bajo la lluvia y todas las miradas se alzan a la Cueva del Arroyo de la Chapera. Amansuindo, el primer eremita malagueño, está inmóvil, los ojos marcados por la ausencia de curiosidad, aun cuando la luz cambia y aparece un arco iris de un solo color. Se alza un grito que parece el inicio de una canción. El acento es duro como quién canta una letanía tantas veces repetidas: Catarí, Catarí o bien : Perdón, perdón.

A los pies de Amansuindo yacen las carcasas pestilentes de varios animales incrustados a la tierra como una verruga. Habían sido dejados allí por quienes pensaban librarse así, de sus verdades y sus anatemas. El desierto era aún de polvo y ceniza. Y junto a la cueva se entreveía el filo luminoso de un abismo por donde precipitaban el polvo y la ceniza que a un gesto de Amansuindo, se transformaban en nubes de nácar, cuando empezó la lluvia. Al grito de la cantinela : perdón, perdón, cesó de llover y un enorme árbol apareció sobre el punto de todas las miradas, un claror autónomo lo compone y hunde sus raíces en las carcasas podridas. Su color vivo como una piel se oscurece sobrepuesto de ramas ordenadas en todas direcciones. En una cúpula inmensa de la que empiezan a brotar diminutas flores de un perfume enebriante. Amansuindo había transformado la pestilencia del odio en el perfume y la belleza del jazmín. Muchos años más vivió Amansuindo en santidad hasta que a su muerte ocurrida en el año 981, fue enterrado en el claustro de la capilla de la Asunción, hoy desaparecida. Magius, monje cordobés de los minoritas, pintó el milagro en las Miniaturas de los Comentarios que hoy se encuentra en la Biblioteca Pierpont Morgan de New York.

La vida nos sorprende siempre. A veces es simplemente el color de una mañana, su azul, ese azul de plata que esta ciudad posee como ninguna otra, a veces es el mar, que en Málaga, anhela la serenidad y a veces es el deseo de que el amor aprenda nuestro nombre, que se detenga y nos toque, que arda en nuestras manos y nos zahiera con su soplo, como ese viento del estío malagueño zahiere la belleza impoluta de los jazmines.

Ese viento de terral amenazaba a los hombres y a las plantas, la tarde que Huthamad Abu-Safir, escribía del rey moro de Málaga, Badis, lanzó una mirada distraída a los esclavos nubios que daban de comer a los pavos reales de la Alcazaba cuando se aprestaba a pasar por el Arco de Fátima que hoy lleva el nombre de Arco del Cristo. Era una construcción a herradura, levantada en el año 1058 como acceso a los aposentos, hoy desaparecidos, de una de las favoritas de Badis.
A los pies de la torre del aposento, crecía junto con buganvillas y aspidistras, soberbio y cada vez más alto un jazmín. A lo largo de su existencia de seiscientos sesenta años, alfombró siempre de flores las fuentes y los parterres de la Alcazaba hasta que fue arrancado y destruido con la torre y la memoria de esta.
Abu-Safir atravesó el arco y como siguiendo una señal, golpeó tres veces la puerta repujada de bronces traídos de los confines del país de Tatra, y una figura femenina, los cabellos guarnecidos de guirnaldas de buganvillas carmesíes y la túnica bordada de oro y plata apareció mostrando toda la belleza de sus pocos años. Fátima cayó en los brazos de Abu-Safir que la besaba con la pasión del delirio y el arrebato del amor.
Así los encontró el rey moro Badis, sospechoso de la traición y el engaño. Fátima fue murada viva y Abu-Safir degollado a los pies de la torre junto al árbol del jazmín.
Cuenta en sus crónicas el historiador malagueño Al-Razi, que cuando los nazaríes reconstruyeron el Arco en el siglo XIV y encontraron la estancia, hallaron el cuerpo intacto de Fátima enredado en las ramas del jazmín, las flores de un rosa pálido por la sangre del escriba. Una xarchia fue grabada en piedra y colocada sobre el arco. Hoy se encuentra en el Haren del Museo Topkpi de Estambul junto con los famosos penales de loza Iznik provenientes de Medina Azahara.
Dicen que el tiempo todo lo cura. Falsa afirmación. Yo que he vivido tantos años lejos de esta Ciudad, de este viento amigo mezclado con salitre, de esta alegría hospitalaria que como pocos los malagueños poseemos, no sané nunca de la enfermedad de la nostalgia, del recuerdo de las calles asoladas, del bullicio de las fiestas, del aroma de un puñado de jazmines, arracimados en la trenza, en el pelo negro y espléndido de nuestras mujeres. Y nunca confundí este aroma con ningún otro.
Esa misma idea debió pasar por la mente del Virrey Don José Augusto Tobías cuando vio por primera vez una planta de jazmines. La llevaba en el regazo María Teresa de los Ángeles Gallardo cuando desembarcaba del buque que la llevaba a las Indias desde las costas de Málaga. El perfume le impregnó la camisa, el cuello duro y almidonado y hasta las medallas del prócer que hubo que limpiar más tarde para quitarles aquel olor penetrante. Fue una fulguración. La belleza de la malagueña le retorció las vísceras y el corazón y no dejo de pensar en ella ni siquiera en las noches de calor que hacán n que hirviera el mar. Usó sin éxito todas las formulas y los poderes de su cargo para conseguirla, hasta que una tarde, desesperado por la rabia del amor y la erosión de la injuria, ayudado por sus hombres de armas, raptó a la joven que desapareció para siempre. Dos meses después moría el virrey consumido por la malaria y por el remordimiento de su crimen, sin haber podido olvidar el rostro de María Teresa Gallardo ni el olor de aquella planta que se perdió ella en la noche de los tiempos. Pedro de Valcávaro pintó la historia en un lienzo memorable que hoy se encuentra en el Museo de la ciudad de Auruca y que todos conocen como la “ Dama de los Jazmines “.

El destino es implacable. Somos títeres del, que nos zarandea a su capricho con maravillosa turbulencia. Al amor nos contrapone la ausencia, a la alegría, el dolor de la memoria, y a la pasión, la moneda ennegrecida y antigua de la desilusión. Tal vez sea solo la esperanza el prometido rayo amigo que no descomponga nuestro espectro visible y nos haga vivir siempre en el recuerdo, como el aboba y los jazmines de Timotea Larkin.

En el Museo Histórico de los Tejidos de Lyón, se conserva un brocado de oro falconés que representa un enorme aboba oriental, rodeado de árboles de jazmines. Junto al tapiz, en un pequeño cuadro blanco está escrito: El árbol de la peste. Tapiz. Málaga siglo XVII. El tapiz, según parece, pertenecía a los herederos del pintor inglés William Larkin que lo donaron al Museo y está legado directamente a Málaga y a la historia de la familia inglesa.

La semilla de aquel enorme árbol, venía de los bosques de Mandrás, importada por un cónsul veneciano, que por todo aquel viaje invernal, desde las tundras de Oriente, de las llanuras de Praga y Transilvania, lo había tenido guardado entre su ropa interior para que no sufriera los rigores del frío y los cambios de temperatura. Cuando de allí lo sacó en Mayo de 1623 fue para regalarlo a Timotea Larkin, enardeció y maravillado por los efluvios del amor, Timotea lo envolvió en el trozo de paño de Antequera con el cual se había apenas limpiado la humedad de los besos del veneciano y así como estaba lo enterró en el centro del parterra del patio de su villa malagueña.
Pocas semanas mas tarde, Tea enfermó de peste bubónica. Comprendió lúcidamente que aquellas manchas como rosas rojas le habían sido dejadas por el veneciano. Abandonada por todos, llegó como pudo hasta el patio buscando alivio al calor de la fiebre y toda la noche continuó a observar la grata luminosidad de los astros. Murió con los ojos pegados a la tierra, junto a los jazmines que rodeaban el lugar donde había enterrado la semilla del aboba, que creció desmesurado y orgulloso.
Aquel mismo día el embajador sobre la nave que debía llevarlo a Venecia dejó ver a un compañero de viaje, un bubón violeta en el centro del pecho. Fue desnudado a sablazos y tirado al mar con equipaje y pertenencias, menos un pequeño cofre que un marinero, creyéndolo precioso, escondió, lavándolo luego con agua de mar y conservándolo entre calzados griegos y espadas moriscas. Así pudo la peste desembarcar en Venecia y residir divertida por muchos meses. Sólo el precioso tapiz malagueño es hoy testigo de hechos tan terribles.

Al jazmín, como a tantas otras plantas del herbolario, se le han atribuido desde tiempos inmemorables, poderes sobrenaturales, mágicos y curativos. Así cuentan que con el elixir de rosas y romero es remedio indispensable para evitar el olvido y que con el ungüento de tragontina y gladiolo calma las amarguras de la melancolía. Sin duda por ese afán de querer explicar lo que escapa a nuestro entendimiento. Por no comprender que el olvido es hijo del desamor y de la indiferencia. Por no reconocer la intensidad de una mirada o la urgencia de una caricia. Por no saber que la melancolía es la necesidad de volver a escuchar ese ruiseñor del deseo que canta en la madrugada, diciéndonos que estamos maravillosamente vivos y ansiosos de que otra mano se detenga en nuestra mejilla.

No sé si fue esta idea la que hizo que Al-Quazwimi, pintara en las Miniaturas del Libro de los Antídotos que se conserva en la Biblioteca Nacional de Viena la historia de Juan de Dios de Alzahima, sanado con los jazmines.
Juan de Dios llevaba dos años, tres meses y diez días como novicio en el convento de la Trinidad de Antequera cuando empezó a sentir el olor a mar. Al principio era como una brisa que acariciaba los postigos y se perdía por el claustro, más tarde comenzó a entrar en las celdas e impregnar las paredes, hasta que se convirtió en una fragancia compacta que no dejaba resquicio para ningún olor del pasado. Al novicio le parecía que hasta el pan, el agua de beber y los paños de la cama olían a cangrejo y a caracolas vacías. Iba de un lado para otro sonámbulo y descompuesto preguntando a todos: ¿ Han olido el mar ?.

El alborozo llegó a tales extremos que el Prelado principal Fray Francisco de la Madre de Dios tomo cartas en el asunto y decidió que aquello era obra del demonio y que sólo el exorcismo y la oración podían curar la locura de Juan de Dios de Alzahima. Pero más se rezaba y más agua bendita echaban sobre el novicio, más perseveraba éste en quitarse de encima las algas, las medusas y el salitre acumulado que le irritaban la piel.
No hubo más remedio que recurrir a los vendedores de milagros y a las comadres poseedoras de antiguas formulas ancestrales hasta que Ezequiel Jorobado, nigromante y curandero de Ronda no dio la solución y la cura. Juan de Dios debía ser lavado por una mujer joven y virgen con agua purísima en la que habrían sido hervidos todos los jazmines del convento.
Se necesitaron todos los frailes para ejecutar y desnudar a Juan de Dios, para cuando vio entrar a Eliodora Montes en la belleza sobrenatural de sus dieciséis años, los cabellos recogidos y rematados con los últimos jazmines que quedaron, dejó de forcejear y ni siquiera pestañeó cuando el agua helada empezó a barrerle el cuerpo de la cabeza a los pies. Nadie sabe si el novicio dejó de oler a mar, porque desde aquel día, no volvió a proferir palabra alguna y mudo murió en el convento años después. Dicen los antequeranos que Juan de Dios enmudeció por el agua helada de los jazmines, aunque los más sabios piensan que ante la visión de Eliodora Montes, no hizo sino cambiar una locura por otra.

Hay un aura de hechos inexplicables, de medias luces, de silencios elocuentes y pasiones secretas en el devenir de nuestra existencia. Son los hilos que mueven las irremplazables historias que oficia nuestro corazón, la fascinación por los insignificantes sucesos que amenazan nuestros sueños o iluminan nuestra fábrica de alegrías: la inocencia de la posesión: el amor, las caricias, la amistad o el perfume grato y simple de una flor. Un soplo de misterio existe siempre entre las sombras luminosas de nuestros actos.
Ese misterio abrió sus puertas la tarde en que Bendición García con las primeras sombras del crepúsculo entraba por el portal de la calle de Plazentinos, hoy calle Salinas. No podía saber que aquella sería la tarde de su desgracia. Oyó por las ventanas del patio los gritos de los niños y el adiós de los buques del azúcar, la plegaria de los pobres y sintió la fragancia de los plátanos.
Fue solo en aquel instante cuando notó que los jazmines notó que los jazmines del patio habían perdido su perfume y caían al suelo con un ruido de papel. Su madre Francisca Cevallos fue tajante: “ Ha sido el pintor criollo. Se llevó el perfume en su pintura. “ Bendición García recogió un puñado de jazmines sin olor y las tijeras de su costurero grande. Las encontraron dos días después clavadas en el pecho de Arulcio Sánchez, la cara cubierta de jazmines amarillentos, tumbado junto a un cuadro que emanaba un olor penetrante. No existe ya la casa de calle Salinas, derribada para dejar paso a calle Larios y el cuadro, que perdió su fragancia, se encuentra, atribuido a autor anónimo en una oscura chancillería de la ciudad de Colombia.
En el año 1890 el pintor malagueño Enrique Simonet y Lombardo, se encontraba en Roma ampliando sus estudios en la Academia de Bellas Artes. Allí conoció a un famoso pintor italiano, Lorenzo Chiggi con el que inició una gran amistad. Un día Chiggi vio los apuntes y los dibujos de un cuadro que Simonet pensaba realizar para el palacio donde tenía su sede la Residencia “ El Paular”: Era una joven muerta. Los brazos extendidos y en una mano, una extraña flor que el italiano no había visto nunca: una biznaga. Simonet, cuenta a Chiggi una historia conmovedora sobre aquella joven, la flor y su origen. Nunca llegó Simonet a realizar el cuadro, más el pintor italiano, encargado de afrescar los muros de las “ Estancias del Amador “ en Rucellai, cerca de Siena, se acordó de la historia y dejó en los frescos la memoria de la muerte de amor.
La luminosa mañana de Julio en la que María de la Encarnación Padilla murió, no se abrieron los jazmines ni exhalaron ningún olor. Todos lo atribuyeron al calor desmesurado y a la humedad pertinaz. Más la biznaga que María Encarnación sostenía en su mano, se conservó fresca y olorosa sin ningún signo del tiempo.
Era alta y hermosísima y aunque de humilde condición, su pre4stancia y su figura la hacían parecer noble y altiva. Los cabellos negros como la noche, recogidos en un moño denso y suave, iban rematados siempre con una biznaga de las que ella misma confeccionaba y de cuyo trabajo vivía. Mestiza, su lado cíngaro le confería aún más, si ello fuese posible, una belleza inhumana, envidiada y deseada por muchos.
Enrique Jesús Pascual de Churruca era joven, bien plantado y de lineamientos dulces y amables. Iniciado a la carrera militar como casi todos los varones de su antigua y noble familia, tenía fama de hombre cabal y reflexivo, pero el día que vio por primera vez a María Encarnación ofrecerle una biznaga, se le paró el aliento y el sudor repentino le empapó la camisa, los galones y hasta las uñas que tornaron de un rojo vivo. Fue el inicio de una pasión correspondida que escogía parques, jardines y hasta los muros de la Alcazaba para huir de las maldicencias, de la envidia y el despecho.
El despecho y la envidia, mandaron a Enrique Jesús destinado a un puesto de frontera. Su familia pagó sicarios, interceptó cartas y mensajes de amor y puso una lápida de olvido entre él y María Encarnación, quién un año después moría por los extertores de la pasión y las penas del amor, con la última biznaga entre las manos que conservó su olor y su belleza hasta después de su muerte.
El pintor Lorenzo Chiggi fue fiel a la historia y los frescos de las “ Estancias del Amador “ son su testigo, aunque en honor a la verdad, su biznaga más bien asemeja a una flor blanca e insignificante. Tal vez porque para entender, ofrecer una biznaga es un acto de amor, haya que estar en esta tierra, en una noche como esta, donde yo, y tal vez no hubiera sido necesario, les he contado las cosas que todos ustedes saben bien. Que en esta Ciudad del Paraíso, la biznaga es un símbolo: el mas hermoso y perfumado que poseemos. Que se ofrece porque representa el aroma de la amistad, el arrebato del amor o el transporte de la pasión. Que la intensidad de su perfume puede que sea la intensidad de ese amor, su blancura hermosísima, el espejo de la sinceridad con el que lo ofrecemos y su efímera y breve existencia, la brevedad y el recuerdo nunca apagado de la pasión misma. Ni más ni menos. Muchas gracias.

Antonio Parra .
Finca La Cónsula
2 de Julio de 1994
 
IMAGENES DE LA FIESTA. EDICIONES XVI A XXV
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